Hay gente que se la da por adicionarle objetivos trascendentales al ser humano en su corto trayecto por la historia del universo. Cosas que uno debería vivir, antes de morir, para que su existir de alguna manera haya cumplido un por qué o un para qué. Me refiero al árbol, libro e hijo de Sarmiento. O el Nirvana, para los más esotéricos. O lo que sea que se le ponga como meta a la vida para alcanzar una realización terrenal.
Ahora imagínense esta situación. Tumultuoso asado, rodeado de amigos, con las sobras de la carne sobre la mesa y las múltiples botellas de vino tirados por el piso. Desinhibición total, y no producto exclusivamente de lo bebido, sino principalmente por la sensación de encontrarse uno en el lugar que quiere estar, con la gente que quiere estar… casi un paraíso terrenal para los agnósticos.
En una situación así, seguramente no faltaría aquel que, creyendo en los objetivos trascendentales del ser humano, afirmaría categóricamente y con actitud pendenciera (llevando el dedo índice hacia el cielo y frunciendo el entrecejo en clara actitud hostil hacia el entorno), que solo HA VIVIDO aquel que estando en una pista de baile de un boliche del conurbano a las 5 AM, tuvo la impagable oportunidad de sacar a bailar a la morocha mas linda, apretar su exuberante cuerpo contra el propio mientras acompaña el vaivén de sus caderas con la palma de la mano… cuando en los parlantes comienza a sonar la voz de LEO MATTIOLI.
Leo Mattioli falleció el Domingo a los 39 años de edad. Notable exponente de la cumbia de, al menos, la última década. Si existe ese lugar donde van a parar los grandes cumbieros que de la tierra se despiden, de seguro estará ahí Mattioli cantando una romántica… para que Landero baile con Magdalena Ruiz.
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